El cielo amenaza lluvia pero sin frío. Las hierbas altas realizan movimientos pendulares. El ruido de coches inunda el monte. La vieja carretera que lo bordeaba ha sido sustituida por una más ancha y mejor señalizada.
Se oyen maullidos cercanos y un gato gris y blanco se ha encaramado sobre uno de los muros. Un siamés de caserío trepa y desaparece. Llega el efecto Doppler de una ambulancia. Los maullidos cesan.
Dos exotics atigrados holgazanean al lado de la callejuela que conduce a los caseríos. Cuando paso cerca parecen reirse cerrando los ojos. Sentada sobre sus patas traseras como esperándome, una gatita anaranjada se recrea encima de una acera antigua empedrada, camino de entrada al caserío grande. Está inmóvil y me mira fijamente.
Es una gatita de ciudad. Lo sé porque no puede entrar en el refugio. En verano duerme cerca unos juncos segados de color oro que tienen forma de cesta de mimbre, de esas que venden en las tiendas de animales de compañia. Después de un tiempo, la dejo sentada en el mismo lugar. Sigue mirándome fíjamente.
La callejuela está acotada por postes de madera mal colocados y a la izquierda, según caminas cuesta abajo, una puerta de madera desvencijada permite la entrada al huerto cercano donde se respiran trabajos de guadaña.
jueves, 22 de enero de 2009
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