Un cielo de pinceladas negras despierta al monte. Ráfagas de viento aleatorias. Oculto tras el muro de piedra, un tronco de un árbol de hoja caduca, ignorado, olvidado. Pueden contarse hasta tres ramas gruesas que parten de un punto central en forma de abanico, sosteniendo ocho o nueve vástagos fuertes que se ramifican haciéndose más débiles, más finos, más altos.
Las ramas saben. Saben por qué nacen, su posición tridimensional en el presente y en el futuro, el ángulo con respecto al suelo y al sol, las hojas que brotarán, la fotosíntesis, el medio atmosférico, el ciclo de Calvin y así hasta el infinito. Son conscientes del viento, la niebla, la vía y el tren que ya no pasa.
Al suroeste, el sol intenta hacerse un hueco entre nubes grises y blancas, camino al noroeste. Los árboles son casas de mundos olvidados en el tiempo. Al Sur, rumbo al Oeste, un avión toma altura.
Rodeado de arbustos verdes, sentado bajo un árbol, un siamés de caserío observa la vía desde un terrario. En medio, se ha abierto un desnivel cóncavo de tierra removida por el agua de las últimas lluvias torrenciales.
Arriba, una zona ajardinada de césped bien cuidado rodea el edificio de oficinas. Encima, han plantado arbustos que compactan el suelo. A la derecha, adheridas a la fachada, siete u ocho tablones gruesos de madera verticales y tres o cuatro horizontales, embellecen las fachadas de las casitas de la urbanización. Una pérgola hecha de barras de piedra blanca enlaza una casita con otra y un muro de ladrillo rojo denso compacto las separa.
Lejos florecen los cerezos. Sentado encima de un C3 azul celeste, un gato gris y blanco otea el monte. Viento sureste.
Atardece en el monte.
jueves, 5 de febrero de 2009
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