Cielo grisáceo y plomizo. Brisa fría y húmeda. Vibra el aire con un trino bri,bri,bri estridente, melódico. Por la carretera nueva asciende un sonido asfáltico de ondas opuestas, desfasadas. Salta una alarma antirobo y una grabación comercial amplificada resuena.
A las catorce horas, las nubes grises oscuras aligeran su peso sobre el monte. Los gatos de la vía raramente se alejan de su mundo, el muro de piedra, el sendero de grava, el túnel y los árboles. De noche, los más audaces, se adentran en el núcleo urbano, colonizando solares en construcción y parques donde hay casitas de campo al estilo europeo, cortijos e innumerables especies de árboles, robles, álamos canadienses, eucaliptos, pinos, abetos... .
Desde el oeste, por rendijas de nubes, un sol de invierno calienta tibiamente la cima del monte. En la vía, los gatos frotan sus cuerpos con sus patitas traseras, contemplando las nubes y el cielo. Algunas veces adoptan posturas cómicas y se relamen levantando una de sus patitas al cielo, dejándola quieta como si quisieran hacer una pregunta a un conferenciante.
A la derecha del muro de piedra, al lado de una calle olvidada y pavimentada a pie de vía, varios jóvenes, altos y delgados, resguardados bajo la lluvia por un volumen saliente del edificio, fuman, agrupados en círculo. En la misma manzana, en el lado opuesto, situados a pocos metros, un bar de salsa de América del Sur, una administración de quinielas y loterías cerrada a cal y canto, una vieja carpintería, un mayorista de flores, un bar hispanoamericano vacío con dos leones gigantes pintados sobre una pared y en el centro, un local de atención a la tercera edad. En frente, una iglesia de ladrillo rojo con campana y un jardín rectangular descuidado.
Las luces de emergencia iluminan el edificio de oficinas. Luego, automáticamente se apagan. Se hace de noche, se hace el silencio.
viernes, 6 de febrero de 2009
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