sábado, 18 de abril de 2009

Pag. 90 $ Tormenta de primavera


Sol vespertino de luz blanca. Sobre la vía, olfatea algo, un gato pardo. Delgadas capas de nubes blancas y cúmulos de algodón pueblan el cielo. Entre los muros de piedra, ennegrecen las hojas norte del laurel. La ciudad refleja espirales de luz ortogonales. Una niña de tres o cuatro años, con gorra y jersey rosa, acompañada de su papá, salta alegre, de escalón en escalón. Al lado del laurel florecen árboles de flores blancas, con forma de paraguas, umbelíferas, zerkóbicas.

Por la tarde, nubes grises y negras cierran el cielo y emsombrecen la vía. Llueven nubes de cargas eléctricas polarizadas. Suena un trueno sísmico, grave, después réplicas espaciadas de fuegos artificiales. Se difuminan relámpagos, se aproxima la tormenta. Se oyen ladridos intercalados de fogonazos de luces de choques brutales de cargas eléctricas.

Las casitas de la urbanización absorben una luz de prisma blanca. Truenos in crescendo, masas de nubes crecientes. Caen gotas veloces y los truenos sísmicos se propagan por mar, tierra y aire. Brillan las fachadas blancas de los caseríos. Desde la carretera llegan rozaduras de neumáticos contra el asfalto húmedo. Un gato blanco y negro trepa de un salto el acceso al muro de piedra. Nueva luz, nuevo trueno, éste sin escalones, continuo. Flota el agua sobre el monte. Descarga de luz, agua y audio. Amplitudes y volúmenes crecientes. Nubes de látigos de acero. La tormenta se hace eterna. Retiemblan las casas, el monte y los caseríos.

Por fin, se alejan las cargas y sólo queda una densa lluvia de primavera. Bajo un soportal de un edificio, una chica vestida de oscuro, espera a que amaine.

Atardece.

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